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Archive for febrero 2015

Catequesis

By : Nuestra señora del Valle y San Vicente Palotti
La Catequesis


160. El envío misionero del Señor incluye el llamado al crecimiento de la fe cuando indica: «enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,20). Así queda claro que el primer anuncio debe provocar también un camino de formación y de maduración. La evangelización también busca el crecimiento, que implica tomarse muy en serio a cada persona y el proyecto que Dios tiene sobre ella. Cada ser humano necesita más y más de Cristo, y la evangelización no debería consentir que alguien se conforme con poco, sino que pueda decir plenamente: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20).
161. No sería correcto interpretar este llamado al crecimiento exclusiva o prioritariamente como una formación doctrinal. Se trata de «observar» lo que el Señor nos ha indicado, como respuesta a su amor, donde se destaca, junto con todas las virtudes, aquel mandamiento nuevo que es el primero, el más grande, el que mejor nos identifica como discípulos: «Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Es evidente que cuando los autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una última síntesis, a lo más esencial, el mensaje moral cristiano, nos presentan la exigencia ineludible del amor al prójimo: «Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley [...] De modo que amar es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10). Así san Pablo, para quien el precepto del amor no sólo resume la ley sino que constituye su corazón y razón de ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14). Y presenta a sus comunidades la vida cristiana como un camino de crecimiento en el amor: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos» (1 Ts 3,12). También Santiago exhorta a los cristianos a cumplir «la ley realsegún la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (2,8), para no fallar en ningún precepto.
162. Por otra parte, este camino de respuesta y de crecimiento está siempre precedido por el don, porque lo antecede aquel otro pedido del Señor: «bautizándolos en el nombre…» (Mt 28,19). La filiación que el Padre regala gratuitamente y la iniciativa del don de su gracia (cf. Ef 2,8-9; 1 Co 4,7) son la condición de posibilidad de esta santificación constante que agrada a Dios y le da gloria. Se trata de dejarse transformar en Cristo por una progresiva vida «según el Espíritu» (Rm 8,5).
163. La educación y la catequesis están al servicio de este crecimiento. Ya contamos con varios textos magisteriales y subsidios sobre la catequesis ofrecidos por la Santa Sede y por diversos episcopados. Recuerdo la Exhortación apostólica Catechesi Tradendae (1979), el Directorio general para la catequesis (1997) y otros documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir aquí. Quisiera detenerme sólo en algunas consideraciones que me parece conveniente destacar.
164. Hemos redescubierto que también en la catequesis tiene un rol fundamental el primer anuncio o «kerygma», que debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial. El kerygma es trinitario. Es el fuego del Espíritu que se dona en forma de lenguas y nos hace creer en Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos revela y nos comunica la misericordia infinita del Padre. En la boca del catequista vuelve a resonar siempre el primer anuncio: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte». Cuando a este primer anuncio se le llama «primero», eso no significa que está al comienzo y después se olvida o se reemplaza por otros contenidos que lo superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus etapas y momentos[126]. Por ello, también «el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado»[127].
165. No hay que pensar que en la catequesis el kerygma es abandonado en pos de una formación supuestamente más «sólida». Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación cristiana es ante todo la profundización del kerygma que se va haciendo carne cada vez más y mejor, que nunca deja de iluminar la tarea catequística, y que permite comprender adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle en la catequesis. Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo corazón humano. La centralidad del kerygma demanda ciertas características del anuncio que hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena.
166. Otra característica de la catequesis, que se ha desarrollado en las últimas décadas, es la de una iniciaciónmistagógica[128], que significa básicamente dos cosas: la necesaria progresividad de la experiencia formativa donde interviene toda la comunidad y una renovada valoración de los signos litúrgicos de la iniciación cristiana. Muchos manuales y planificaciones todavía no se han dejado interpelar por la necesidad de una renovación mistagógica, que podría tomar formas muy diversas de acuerdo con el discernimiento de cada comunidad educativa. El encuentro catequístico es un anuncio de la Palabra y está centrado en ella, pero siempre necesita una adecuada ambientación y una atractiva motivación, el uso de símbolos elocuentes, su inserción en un amplio proceso de crecimiento y la integración de todas las dimensiones de la persona en un camino comunitario de escucha y de respuesta.
167. Es bueno que toda catequesis preste una especial atención al «camino de la belleza» (via pulchritudinis)[129]. Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas las expresiones de verdadera belleza pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un relativismo estético[130], que pueda oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar la estima de la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no amamos sino lo que es bello[131], el Hijo hecho hombre, revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de amor. Entonces se vuelve necesario que la formación en la via pulchritudinis esté inserta en la transmisión de la fe. Es deseable que cada Iglesia particular aliente el uso de las artes en su tarea evangelizadora, en continuidad con la riqueza del pasado, pero también en la vastedad de sus múltiples expresiones actuales, en orden a transmitir la fe en un nuevo «lenguaje parabólico»[132]. Hay que atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva carne para la transmisión de la Palabra, las formas diversas de belleza que se valoran en diferentes ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no convencionales de belleza, que pueden ser poco significativos para los evangelizadores, pero que se han vuelto particularmente atractivos para otros.
168. En lo que se refiere a la propuesta moral de la catequesis, que invita a crecer en fidelidad al estilo de vida del Evangelio, conviene manifestar siempre el bien deseable, la propuesta de vida, de madurez, de realización, de fecundidad, bajo cuya luz puede comprenderse nuestra denuncia de los males que pueden oscurecerla. Más que como expertos en diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en detectar todo peligro o desviación, es bueno que puedan vernos como alegres mensajeros de propuestas superadoras, custodios del bien y la belleza que resplandecen en una vida fiel al Evangelio.
169. En una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos —sacerdotes, religiosos y laicos— en este «arte del acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.
170. Aunque suene obvio, el acompañamiento espiritual debe llevar más y más a Dios, en quien podemos alcanzar la verdadera libertad. Algunos se creen libres cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes, que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte. El acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en una suerte de terapia que fomente este encierro de las personas en su inmanencia y deje de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
171. Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida. Pero siempre con la paciencia de quien sabe aquello que enseñaba santo Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no ejercitar bien alguna de las virtudes «a causa de algunas inclinaciones contrarias» que persisten[133]. Es decir, la organicidad de las virtudes se da siempre y necesariamente «in habitu», aunque los condicionamientos puedan dificultar las operaciones de esos hábitos virtuosos. De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las personas, paso a paso, a la plena asimilación del misterio»[134]. Para llegar a un punto de madurez, es decir, para que las personas sean capaces de decisiones verdaderamente libres y responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de Dios».
172. El acompañante sabe reconocer que la situación de cada sujeto ante Dios y su vida en gracia es un misterio que nadie puede conocer plenamente desde afuera. El Evangelio nos propone corregir y ayudar a crecer a una persona a partir del reconocimiento de la maldad objetiva de sus acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios sobre su responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). De todos modos, un buen acompañante no consiente los fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el Evangelio. La propia experiencia de dejarnos acompañar y curar, capaces de expresar con total sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes y compasivos con los demás y nos capacita para encontrar las maneras de despertar su confianza, su apertura y su disposición para crecer.
173. El auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en el ámbito del servicio a la misión evangelizadora. La relación de Pablo con Timoteo y Tito es ejemplo de este acompañamiento y formación en medio de la acción apostólica. Al mismo tiempo que les confía la misión de quedarse en cada ciudad para «terminar de organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1 Tm 1,3-5), les da criterios para la vida personal y para la acción pastoral. Esto se distingue claramente de todo tipo de acompañamiento intimista, de autorrealización aislada. Los discípulos misioneros acompañan a los discípulos misioneros.
174. No sólo la homilía debe alimentarse de la Palabra de Dios. Toda la evangelización está fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización. Por lo tanto, hace falta formarse continuamente en la escucha de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si no se deja continuamente evangelizar. Es indispensable que la Palabra de Dios «sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial»[135]. La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio evangélico en la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja contraposición entre Palabra y Sacramento. La Palabra proclamada, viva y eficaz, prepara la recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra alcanza su máxima eficacia.

175. El estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los creyentes[136]. Es fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos los esfuerzos por transmitir la fe[137]. La evangelización requiere la familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a las diócesis, parroquias y a todas las agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante personal y comunitaria.[138] Nosotros no buscamos a tientas ni necesitamos esperar que Dios nos dirija la palabra, porque realmente «Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido sino que se ha mostrado»[139]. Acojamos el sublime tesoro de la Palabra revelada.
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Predicación

By : Nuestra señora del Valle y San Vicente Palotti
Palabras que hacen arder los corazones
Exhortación apostólica de Francisco

Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman, por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre corazones, y tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17).
En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien.
La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia.

El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón.
El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).

Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos —y predilectos en María—, el otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio.


La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de preparación de la homilía. Son indicaciones que para algunos podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso ministerio.
Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes.
La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido.

El culto a la verdad

El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el «culto a la verdad». Es la humildad del corazón que reconoce que la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los servidores».

Esa actitud de humilde y asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos, fáciles o inmediatos.
Por eso, la preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar.
A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).

Ante todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de las palabras que leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor sagrado.
Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario: prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura el texto y le da unidad.
Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a los demás.

El mensaje central es aquello que el autor en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.

Es verdad que, para entender adecuadamente el sentido del mensaje central de un texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia. Éste es un principio importante de la interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la experiencia vivida.
Así se evitan interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas de las mismas Escrituras.
Pero esto no significa debilitar el acento propio y específico del texto que corresponde predicar.
Uno de los defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.

La personalización de la Palabra

El predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva».
Nos hace bien renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos.
No es bueno olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra». Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1 Ts 2,4).

Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34).
Las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron así en el corazón del Pastor.
Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4).
El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un juicio más severo» (3,1).

Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado».
Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una Palabra viva y eficaz, que como una espada, «penetra hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12).

Esto tiene un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo».
No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos.
Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra.
Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío.
En todo caso, desde el reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6).

El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser.
El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las palabras que por sí solo no podría hallar».

La lectura espiritual

Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina». Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y nos renueve.
Esta lectura orante de la Biblia no está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida.
La lectura espiritual de un texto debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales.
Esto, en definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).

En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones.
Una de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la propia vida. También sucede que uno comienza a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un texto. Otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de tomar.
Esto lleva a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible.
Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr.

Un oído en el pueblo

El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea».
Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una experiencia que necesite la luz de la Palabra.
Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios» y esto es mucho más que encontrar algo interesante para decir.
Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir en una determinada circunstancia». Entonces, la preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se intenta reconocer —a la luz del Espíritu— «una llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente».

En esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna experiencia humana frecuente, como la alegría de un reencuentro, las desilusiones, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro, la preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver realmente con la vida de ellos. Recordemos que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los programas televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad en la predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de la evangelización»[124]. La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de preparar la predicación en orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).
Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una imagen».
Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan fruto de ella con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada». La sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos. El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de lo que les dice.
Otra característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una predicación positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más atractiva la predicación!
El diálogo entre ciencia y fe también es parte de la acción evangelizadora que pacifica.[189] El cientismo y el positivismo se rehúsan a «admitir como válidas las formas de conocimiento diversas de las propias de las ciencias positivas»[190]. La Iglesia propone otro camino, que exige una síntesis entre un uso responsable de las metodologías propias de las ciencias empíricas y otros saberes como la filosofía, la teología, y la misma fe, que eleva al ser humano hasta el misterio que trasciende la naturaleza y la inteligencia humana. La fe no le tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía en ella, porque «la luz de la razón y la de la fe provienen ambas de Dios»[191], y no pueden contradecirse entre sí. La evangelización está atenta a los avances científicos para iluminarlos con la luz de la fe y de la ley natural, en orden a procurar que respeten siempre la centralidad y el valor supremo de la persona humana en todas las fases de su existencia. Toda la sociedad puede verse enriquecida gracias a este diálogo que abre nuevos horizontes al pensamiento y amplía las posibilidades de la razón. También éste es un camino de armonía y de pacificación.
La Iglesia no pretende detener el admirable progreso de las ciencias. Al contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el enorme potencial que Dios ha dado a la mente humana. Cuando el desarrollo de las ciencias, manteniéndose con rigor académico en el campo de su objeto específico, vuelve evidente una determinada conclusión que la razón no puede negar, la fe no la contradice. Los creyentes tampoco pueden pretender que una opinión científica que les agrada, y que ni siquiera ha sido suficientemente comprobada, adquiera el peso de un dogma de fe. Pero, en ocasiones, algunos científicos van más allá del objeto formal de su disciplina y se extralimitan con afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la propia ciencia. En ese caso, no es la razón lo que se propone, sino una determinada ideología que cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico y fructífero.
Los creyentes nos sentimos cerca también de quienes, no reconociéndose parte de alguna tradición religiosa, buscan sinceramente la verdad, la bondad y la belleza, que para nosotros tienen su máxima expresión y su fuente en Dios. Los percibimos como preciosos aliados en el empeño por la defensa de la dignidad humana, en la construcción de una convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia de lo creado. Un espacio peculiar es el de los llamados nuevos Areópagos, como el «Atrio de los Gentiles», donde «creyentes y no creyentes pueden dialogar sobre los temas fundamentales de la ética, del arte y de la ciencia, y sobre la búsqueda de la trascendencia»[204]. Éste también es un camino de paz para nuestro mundo herido.
Cuando se dice que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria. Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que contradice las propias inclinaciones y deseos. ¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu. En definitiva, una evangelización con espíritu es una evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora. Antes de proponeros algunas motivaciones y sugerencias espirituales, invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos.


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Biografía

By : Nuestra señora del Valle y San Vicente Palotti
Biografía y resumen del historial del Padre Darío Betancourt


·         Na­ci­do en Me­de­llín, Co­lom­bia el 6 de agosto de 1939 y fue ordenado sacerdote el 6 de septiembre de 1964, es­tu­dió fi­lo­so­fía y teo­lo­gía en la Uni­ver­si­dad Gre­go­ria­na de Ro­ma. En la Pon­ti­fi­cia Aca­de­mia Al­fon­sia­na de la mis­ma ciu­dad ob­tu­vo el doc­to­ra­do en Teo­lo­gía Mo­ral. En la Uni­ver­si­dad de Ford­ham de New York, ob­tu­vo la li­cen­cia­tu­ra en psi­co­lo­gía.  Ejerció el ministerio de Párroco en la Diócesis de Brooklyn en Nueva York y como Asesor de los Cursillos de Cristiandad. Ac­tual­men­te se de­di­ca a dar cur­sos y se­mi­na­rios de es­pi­ri­tua­li­dad en mu­chos paí­ses del mun­do, es­pe­cial­men­te con mé­di­cos y sa­cer­do­tes.  Au­tor de nu­me­ro­sos li­bros que abor­dan te­mas con­cre­tos de la fe, se ha con­ver­ti­do en un vi­si­tan­te asi­duo en la pro­vin­cia de Cór­do­ba. Co­no­ci­do co­mo uno de los sa­cer­do­tes “sa­na­do­res”, el pa­dre Da­río Be­tan­court re­cha­za de pla­no esa de­fi­ni­ción: “los cu­ras sa­na­do­res no exis­ten, el úni­co que cu­ra es Dios”. En es­te sen­ti­do es con­tun­den­te y re­pi­te: “Yo re­zo y la gen­te tam­bién, y lo que se po­ne en evi­den­cia es la gra­cia de Dios”.

Viaja por los 5 continentes predicando en los cinco idiomas que habla a la perfección: español, inglés, francés, italiano y portugués. Pero siempre regresa a Nueva York, a su casa en Queens, que heredó de sus padres. "Allí, muy cerca de mi casa, hay una esquinita argentina, con una imagen de la Virgen de Luján que siempre está llena de flores y donde se reúnen a festejar los argentinos cada vez que ganan al fútbol."
·         Am­plia­men­te co­no­ci­do por su don de la Palabra pa­ra trans­mi­tir el men­sa­je del Evan­ge­lio,  lle­va la Pa­la­bra de Dios e in­vi­ta a la gen­te a acer­car­se a la fe ca­tó­li­ca. En ca­da ciu­dad o pue­blo don­de se pre­sen­ta, con­gre­ga mul­ti­tu­des en un cli­ma de ora­ción y con un pro­fun­do con­te­ni­do es­pi­ri­tual
En sus predicaciones el Padre Darío nos dice:
“Abrir el co­ra­zón a Dios va­le la pe­na”

“Yo me li­mi­to a de­cir­le a quie­nes me pue­dan es­tar le­yen­do, que abran el co­ra­zón al buen Dios: va­le la pe­na”.

“Pue­de que us­ted ha­ya es­ta­do por mu­cho tiem­po ale­ja­do de Dios. Vuel­va a Él. Ha­ga un ac­to de fe don­de se en­cuen­tre. ‘Dios mío, yo te amo con to­do mi co­ra­zón’, a ver qué le va a pa­sar. Pue­de que uno lo di­ga con la pa­la­bra y no con el co­ra­zón, pe­ro Dios le es­cu­cha con el co­ra­zón, y así co­mo cuan­do un ni­ño gri­ta ¡Ma­má! y la ma­má apa­re­ce, así es Dios. Por­que so­mos sus hi­jos y aun­que sea­mos sus hi­jos ma­los, nos ama”.

Buscando paz y sanación

La am­plia ma­yo­ría de quie­nes asis­ten a las jor­na­das de evan­ge­li­za­ción bus­can sa­na­ción es­pi­ri­tual o fí­si­ca. Bus­can -lo di­cen- es­tar más cer­ca de Dios. Te­ner un en­cuen­tro con Él.
EL padre Betancourt dice que la oración todo lo puede conseguir. El problema es que la gente no sabe rezar.
"La oración es un encuentro personal, vivo, de ojos abiertos y corazón palpitante, como el encuentro de un novio con la novia, o como se encuentra el esposo con la esposa en el acto conyugal. Así debe ser el encuentro con Dios a través de la oración. Pero la gente reza a las carreras, que es lo mismo que un beso a las apuradas. Lo que hay que hacer es sentarse a conversar y decirle a Dios cuánto lo amamos y hacerlo despacito, sintiéndolo y no pensando en otras cosas. Yo digo que orar es el acto de acariciar a Dios."

Estos son libros de su autoría.
VENGO A SANAR: En este libro expongo los argumentos bíblicos, teológicos y pastorales del don de curación
FUENTES DE SANACIÓN: En este libro expongo cómo cada sacramento instituido por Jesucristo sana el alma y el cuerpo.
SANADOS POR EL ESPÍRITU: En este libro expongo cómo la misma actividad divina que utilizó el Espíritu Santo en la persona de Jesús, la quiere utilizar en cada uno de nosotros.
EL HOMBRE SANO: - En este libro ustedes encontrarán el poder conocer y saber, hasta donde somos cristianos sanos o enfermos.

POR QUÉ CREO: - Es un libro para estudiar los dogmas más fundamentales de la santa fe católica.

MARÍA SALUD DE LOS ENFERMOS:
- Es un libro en donde expongo las cosas más hermosas sobre la virgen María que me ha enseñado un hermano protestante de la universidad Oral Roberts en Tulsa, OK. Este libro será próximamente publicado en Bogotá, Colombia y Ciudad de México.
ME LLAMAN BIENAVENTURADA: - Este libro trata sobre la doctrina de la Santa Iglesia Católica, sobre la Virgen María que es madre de Dios y que no tuvo más hijos, sino a Jesucristo.


ORAR EN EL SUFRIMIENTO: - Es un pequeño manual de oración con el cual nos podemos dirigir a Dios en nuestras diferentes necesidades. Se encuentran: los salmos del enfermo; las oraciones litúrgicas del enfermo; el viacrucis del enfermo.

RUEGO POR ELLOS: - Es una reflexión ascético mística y bíblica del capítulo XVII de San Juan. Es un libro que sirve mucho como lectura espiritual.

INICIACIÓN EN EL MINISTERIO DE SANACIÓN: - Es una guía para iniciar este interesante e importante ministerio, sobre todo a nivel parroquial o de comunidades.

VAYAN Y CUENTEN: - Es un libro de testimonios de las bendiciones y gracias concebidas por el buen Dios a muchísimas personas en muchos lugares del mundo, es como un romance entre Dios y el hombre.

BAÑO DE LUZ: - Cuando no hay posibilidad de encontrar una persona que nos pueda ayudar para la sanación interior una persona puede ayudarse a sí misma con este simple método de oración.
E dos años reunió en el estadio de Vélez a 40.000 personas. Pero no se trató de un hecho aislado. Allí donde se presenta, el padre Darío Betancourt arrastra multitudes. Viene al país desde 1975, cada vez con más frecuencia desde hace un par de años. Esta vez llegó invitado por el obispo de Bahía Blanca, monseñor Rómulo García, pero también predicó en Tucumán, Salta y Jujuy.

PREGUNTAS  DE UN REPORTAJE AL PADRE DARIO EN ARGENTINA
Usted hace referencia al show de los pentecostales. Se dice que la renovación carismática también toma elementos de ese supuesto show como una forma de acercar gente a la Iglesia Católica. ¿Qué opina?
-No, la renovación carismática no es para acercar gente ni mucho menos. El fin de la Iglesia Católica no es retener a los fieles sino conocer y hacer conocer, amar y hacer amar a Jesucristo, y si el Espíritu Santo está presente, ¿cómo uno va a estar triste? Por eso las eucaristías son muy alegres, con aplausos y cánticos.
Si usted no es carismático ni es sanador, ¿por qué lo siguen tan especialmente?
-Quizá lo que me diferencia de otros sacerdotes es que he aprendido a manejar el don de orar por los enfermos. Por eso, cuando doy retiros yo les enseño a los hermanos sacerdotes el approach con la gente. Les explico que cuando una persona viene no alcanza con darle la bendición, sino que hay que ayudarla y descubrir que, a lo mejor, puede tener odios, miedos, remordimientos o complejos, y hoy se sabe que más del 90 por ciento de las enfermedades son de origen psicosomático. A través de la oración se puede tener mucho éxito y es aquí que aparecen los famosos curas sanadores que no son sino instrumentos para ayudar a desentrañar enfermedades psíquicas que causan las enfermedades psicosomáticas. Tenemos estudiados setenta casos de curaciones, de los cuales no decimos que sean milagro, pero que hay una presencia especial de Dios en todos ellos, no hay ninguna duda.
¿Cómo se define usted?
-Como un predicador itinerante. Yo soy alguien que predica y reza. Pero contrariamente a lo que se cree yo no pertenezco al movimiento de la renovación carismática, ni soy fundador, ni líder, ni nada de nada. Yo le tengo mucha fe a la renovación carismática, pero trato de no volcarme exclusivamente a ella, porque me volvería parcial. Ellos son los que más me invitan a predicar, es cierto, y tal vez muchos otros no me invitan porque me asocian demasiado con ese movimiento. Pero a mí no me interesa ser carismático, o ecuménico, o catecúmeno, o de la Legión de María, o de Comunión y Liberación, sino que quiero estar dispuesto a atender a todos.
-¿Qué es la renovación carismática?
-Es una corriente de gracia del Espíritu Santo que se alcanza rezándole para que nos ilumine y saque a flote los carismas que nos dio el día del bautismo.


Cronográma de visita

By : Nuestra señora del Valle y San Vicente Palotti
EVENTO PADRE DARIO BETANCOURT

Lugar del Evento:
Villa General Belgrano, La Cancha
Fecha del Evento:
11 de marzo de 2005 desde las 15.00hs hasta las 21.00hs aproximadamente.
Objetivo del Evento: 
Realizar una gran jornada de Evangelización
Participantes del evento:
Sera invitada la población en general desde la localidad de Alta Gracia hasta la ciudad de Rio IV, especialmente a los respectivos párrocos.
Desarrollo del Evento:
·         Recepción y ubicación de los concurrentes al evento en sectores previamente delimitados teniendo en cuenta especialmente a los enfermos.
·         15.00 hs: Canciones de avivamiento y de preparación
·         16:00 hs. Presentación del Padre Darío a cargo del Padre Juancho.
·         16:10 hs:  Predicación del Padre Darío Betancourt
·         17:00 hs:  Oración
·         17:10 hs:  Descanso
·         17:25 hs:  Predicación del Padre Darío Betancourt
·         18:10 hs:  Oración
·         18:20 hs:  Descanso
·         18:30 hs:  Santa Misa

·         21.00 hs: Testimonios y Cierre del Evento.
By : Nuestra señora del Valle y San Vicente Palotti

Historia

La Renovación Carismática Católica tuvo sus orígenes en 1967, cuando un grupo liderado por William Storey y Ralph Keifer, dos profesores laicos de la Universidad de Duquesne, en Estados Unidos, decidieron orar juntos para pedir el Bautismo en el Espíritu Santo. Por influencia de dos jóvenes laicos de los Cursillos de Cristiandad, Ralph Martin y Stephen B. Clark, leyeron un libro pentecostal llamado La Cruz y El Puñal en donde se narraba el ministerio cristiano del pastor pentecostal David Wilkerson entre pandilleros neoyorquinos, recibieron su primera efusión pentecostal en el Espíritu Santo.4 Luego habrían recibido el llamado “don de lenguas” y otro tipo de carismas, como el de sanación, que son típicos de toda corriente pentecostal o carismática. En poco tiempo el movimiento se propagó a otras universidades, como Notre Dame, en Indiana y East Lansing, en Michigan. Otro de los propagadores del movimiento carismático en la Iglesia católica fue el pastor pentecostal David du Plessis, quien contribuyó al acercamiento del nuevo movimiento católico a las distintas corrientes del pentecostalismo protestante.
A los pocos años de su nacimiento, la "renovación" traspasó las fronteras de los Estados Unidos. A comienzos de los años 70, el movimiento carismático arribó a América Latina, cuando algunos predicadores protestantes bautistas y católicos, en particular Francis MacNutt, fueron invitados por el sacerdote colombiano Rafael García Herreros, eudista, quien dirigía una fundación social y eclesial llamada "Minuto de Dios" para ayudar a familias obreras. Varios sacerdotes y laicos de dicha comunidad religiosa se adhirieron a esta corriente como su sucesor, el padre Diego Jaramillo, y desde entonces, el Minuto de Dios se ha convertido en un importante (mas no único) centro de difusión del movimiento carismático en el ámbito regional, utilizando los medios de comunicación como la prensa, la radio y la televisión, organizando seminarios de iniciación (los ya mencionados "Seminarios de Vida en el Espíritu"), asambleas, congresos, misas, retiros y otro tipo de actividades.
El movimiento carismático tuvo un gran impulso en la década de 1970 y un crecimiento más lento, pero sostenido, a partir de los años 80.
En América Latina la Renovación Carismática ha tenido gran acogida, debido en parte a las particulares características festivas y espontáneas de su población, que además es proclive a aceptar la presencia sobrenatural como parte de la vida cotidiana.
La renovación carismática suele tener como vehículo diversos difusores, entre ellos los "Grupos de Oración", donde las personas se reúnen periódicamente para alabar, adorar y bendecir al Señor, leer las Escrituras, ser catequizadas y compartir su testimonio de conversión. Se organizan congresos carismáticos de alabanza para grupos en particular, como, por ejemplo, de adolescentes y jóvenes, de la vida consagrada, de matrimonios, de solteros, etc. o generales.
En estos congresos y en los Grupos de Oración se enfatiza la predicación, la oración, la glosolalia, la música, la alabanza, los testimonios de conversión de vida.
En la renovación carismática se encuentran dos grandes modelos de organización.
El primero, adoptado especialmente en América Latina, se centra en grupos de oración parroquial, independientes entre sí, generalmente sin estatutos ni superiores, sino solamente dirigentes, llamados también servidores, sin autoridad jurídica, pero siempre sujetos a la autoridad eclesiástica. Cada grupo elige algunos servidores que tienen como funciones principales: reunirse para discernir en la oración lo que conviene al grupo; proponer y, si es necesario, coordinar los servicios apropiados, como la acogida, orden, música (cantos para la oración), biblioteca, etc.; proponer y organizar; estar en contacto con los representantes de la Iglesia; conectar con la coordinadora de la zona y en general estar siempre al servicio de los demás integrantes de su grupo o comunidad de oración. El otro gran modelo de organización, es el de las comunidades de alianza, que se dan cuando un grupo de carismáticos se compromete con estatutos, votos, diezmos y otras estructuras. Este modelo surgió en los Estados Unidos desde la Comunidad La Palabra de Dios, y ha tenido gran difusión en países como Francia, Bélgica, Italia y Alemania. Entre las comunidades de alianza más reconocidas por su desarrollo y expansión internacional se encuentran el Pueblo de Alabanza, la Comunidad del Emmanuel, la Comunidad de las Bienaventuranzas y la comunidad Siervos de Cristo Vivo.
Se calcula que alrededor del 12 por ciento de los católicos son carismáticos, de los cuales la mayor parte son latinoamericanos.

Objetivos


*                  Fomentar la conversión madura y constante a Jesucristo nuestro Señor y
           Salvador
*                  Fomentar una receptividad personal decisiva a la persona, presencia y poder
           del Espíritu Santo
*                  Fomentar la recepción y utilización de los dones espirituales, no sólo en la RCC,
           sino también en la Iglesia en toda su extensión
*                  Fomentar la obra de evangelización en el poder del Espíritu Santo, incluyendo la
           evangelización de los no bautizados, la reevangelizacion de los cristianos
           nominales, la evangelización de la cultura y las estructuras sociales
*                  Fomentar el crecimiento constante en santidad a través de la integración
           adecuada de estos énfasis carismáticos en la plena vida de la Iglesia
Una misa de sanación es una eucaristía en la que se enfatizan los carismas del Espíritu Santo para dar fortaleza física y espiritual a los fieles.
Una misa de sanación es una celebración eucarística normal, en la que se hace énfasis en los carismas y dones del Espíritu Santo, a fin de difundir fortaleza física y espiritual a la salud de los fieles.
Se ha hecho usual que en algunos templos católicos, los fieles se reúnan para tener celebraciones carismáticas. En ellas cantan con entusiasmo, levantan los brazos y expresan su alegría con fuerza. Estos ritos suelen parecerse a los de los protestantes evangélicos.
Pareciera que estos ritos de entusiasmo, en los que se invoca al Espíritu Santo, son contrarios a la liturgia católica. Sin embargo, existe un tipo de misas en las que se invoca al Espíritu Santo para que infunda salud física y espiritual a los fieles. Estas son las misas de sanación.
Toda optimación viene de Dios, pues Él es la última perfección a la que las cosas tienden según su naturaleza. Por tanto, toda salud, que es la conservación del estado óptimo y natural, viene de Dios. En latín, salvación se dice salus, palabra que dió origen a “salud”. Esto nos indica que la salvación es salud, o sea, la permanencia en un estado óptimo que es principiado y encontrado en Dios. Las misas de sanación intentan recuperar el estado óptimo perdido a través de la invocación carismática del Espíritu Santo.
Estas celebraciones pueden ser oficiadas por cualquier presbítero, y a ellas acuden principalmente las personas que han perdido la salud del espíritu debido a la desesperanza, la pérdida de la fe o la falta de caridad. De modo semejante, acuden personas aquejadas por enfermedades corporales. Por desgracia, muchos fieles acuden a las misas de sanación como un último recurso y buscando una solución mágica a los problemas que sufren.
Debemos decir que Dios no soluciona mágicamente las enfermedades físicas y espirituales, sino que su Espíritu Santo  nos mueve e inspira a buscar una solución. Claro que Dios interviene en la existencia humana para su optimación, pero tomando la naturaleza propia y mejorándola. Por tanto, es recomendable acudir a las misas de sanación si se tiene un problema, pero no debemos buscar soluciones mágicas ni espontáneas. En Dios siempre podemos confiar, pero debemos saber que, no obstante los milagros existen, Dios cura las enfermedades haciendo óptima nuestra naturaleza.
También es recomendable saber que las misas de sanación deben seguir los lineamientos de la liturgia, por lo que las actividades desmedidas como el baile, o el canto inapropiado no son convenientes. Es buena la presencia de la música pues el entusiasmo acerca a Dios, pero todo esto debe desarrollarse dentro de un marco litúrgico apropiado.
Por último, mencionemos que una misa de sanación no es un rito mágico. En una misa, Dios se hace presente con su poder amoroso a través de los sacramentos. Mientras que la magia intenta reclamar para el hombre el poder que solo es propiedad de Dios. Dejemos que Él nos cambie para bien, que nos sane y que nos haga felices, pues Él quiere que todos los hombres se salven, o sea, que tengan un cuerpo y espíritu óptimos.





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