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Posted by : Nuestra señora del Valle y San Vicente Palotti
jueves, 12 de febrero de 2015
Palabras que hacen arder los corazones
Exhortación apostólica de Francisco
Un diálogo es mucho más que la comunicación
de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se
comunica entre los que se aman, por medio de las palabras. Es un bien que no
consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el
diálogo. La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que
se convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre
corazones, y tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la
predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17).
En la homilía, la verdad va de la mano de
la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos
silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor
utilizaba para estimular a la práctica del bien.
La memoria del pueblo fiel, como la de
María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado
en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda
palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia.
El desafío de una prédica inculturada está
en evangelizar la síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis,
allí está tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e
iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del
corazón.
El predicador tiene la hermosísima y
difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su
pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y
estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la homilía, los
corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su
pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la
homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de
manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La
palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan
sino de un predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos
predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como
siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
Hablar de corazón implica tenerlo no sólo
ardiente, sino iluminado por la integridad de la Revelación y por el camino que
esa Palabra ha recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a
lo largo de su historia. La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal
que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos —y
predilectos en María—, el otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos
espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta como en medio de estos
dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio.
La preparación de la predicación es una
tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio,
oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a
proponer un camino de preparación de la homilía. Son indicaciones que para
algunos podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas para
recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso
ministerio.
Algunos párrocos suelen plantear que esto
no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo,
me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo
personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos
tiempo a otras tareas también importantes.
La confianza en el Espíritu Santo que actúa
en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse como
instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias
capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se
prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha
recibido.
El culto a la verdad
El primer paso, después de invocar al
Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el
fundamento de la predicación. Cuando uno se detiene a tratar de comprender cuál
es el mensaje de un texto, ejercita el «culto a la verdad». Es la humildad del
corazón que reconoce que la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni
los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los
servidores».
Esa actitud de humilde y asombrada
veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado
y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un texto bíblico
hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y
dedicación gratuita. Hay que
dejar de lado cualquier preocupación que nos domine para entrar en otro ámbito
de serena atención. No vale la pena dedicarse a leer un texto bíblico si uno
quiere obtener resultados rápidos, fáciles o inmediatos.
Por eso, la preparación de la predicación
requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o
a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar.
A partir de ese amor, uno puede detenerse
todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor,
que tu siervo escucha» (1 S 3,9).
Ante todo conviene estar seguros de comprender
adecuadamente el significado de las palabras que leemos. Quiero insistir en algo
que parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico
que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy distinto del
que utilizamos ahora. Por más que nos parezca entender las palabras, que están
traducidas a nuestra lengua, eso no significa que comprendemos correctamente
cuanto quería expresar el escritor sagrado.
Son conocidos los diversos recursos que
ofrece el análisis literario: prestar atención a las palabras que se repiten o
se destacan, reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto,
considerar el lugar que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a
entender todos los pequeños detalles de un texto, lo más importante es
descubrir cuál es el mensaje principal,
el que estructura el texto y le da unidad.
Si el predicador no realiza este esfuerzo,
es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso será
sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a
los demás.
El mensaje central es aquello que el autor
en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una
idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue
escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue
escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito
para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas
opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea
misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.
Es verdad que, para entender adecuadamente
el sentido del mensaje central de un texto, es necesario ponerlo en conexión
con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia. Éste es un
principio importante de la interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el
Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la Biblia entera, y que en
algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de la voluntad de
Dios a partir de la experiencia vivida.
Así se evitan interpretaciones equivocadas
o parciales, que nieguen otras enseñanzas de las mismas Escrituras.
Pero esto no significa debilitar el acento
propio y específico del texto que corresponde predicar.
Uno de los defectos de una predicación
tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza propia del
texto que se ha proclamado.
La personalización de la
Palabra
El predicador «debe ser el primero en tener
una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su
aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a
la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus
pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva».
Nos hace bien renovar cada día, cada
domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros
mismos crece el amor por la Palabra que predicamos.
No es bueno olvidar que «en particular, la
mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la
Palabra». Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres,
sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1 Ts 2,4).
Si está vivo este deseo de escuchar primero
nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera
u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34).
Las lecturas del domingo resonarán con todo
su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron así en el corazón
del Pastor.
Jesús se irritaba frente a esos pretendidos
maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero
no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los
hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el
dedo» (Mt 23,4).
El Apóstol Santiago exhortaba: «No os
hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un
juicio más severo» (3,1).
Quien quiera predicar, primero debe estar
dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia
concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan
intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado».
Por todo esto, antes de preparar
concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que
aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una
Palabra viva y eficaz, que como
una espada, «penetra hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y
médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12).
Esto tiene un valor pastoral. También en
esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: «tiene sed de
autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien
ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo».
No se nos pide que seamos inmaculados, pero
sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer
en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos.
Lo indispensable es que el predicador tenga
la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su
amor tiene siempre la última palabra.
Ante tanta belleza, muchas veces sentirá
que su vida no le da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a
un amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura
sincera, si no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte,
que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí
será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío.
En todo caso, desde el reconocimiento de su
pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá entregar a
Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te
lo doy» (Hch 3,6).
El Señor quiere usarnos como seres vivos,
libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla;
su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su
razón, sino tomando posesión de todo su ser.
El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra,
es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada
evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las
palabras que por sí solo no podría hallar».
La lectura espiritual
Hay una forma concreta de escuchar lo que
el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el
Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina». Consiste en la lectura de la
Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y nos renueve.
Esta lectura orante de la Biblia no está
separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje
central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir
qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida.
La lectura espiritual de un texto debe
partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir a
ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias
decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales.
Esto, en definitiva, será utilizar algo
sagrado para el propio beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios.
Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo Satanás se disfraza de ángel de
luz» (2 Co 11,14).
En la presencia de Dios, en una lectura
reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este
texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en
este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me
estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando uno
intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones.
Una de ellas es simplemente sentirse
molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo
que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la propia vida. También
sucede que uno comienza a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje
específico de un texto. Otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión
demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de tomar.
Esto lleva a muchas personas a perder el
gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más
paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita
siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no
hemos recorrido el camino que la hace posible.
Simplemente quiere que miremos con
sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos,
que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía
no podemos lograr.
Un oído en el pueblo
El predicador necesita también poner un
oído en el pueblo, para descubrir
lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la
Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las
aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de
considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano»,
prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo
a las cuestiones que plantea».
Se trata de conectar el mensaje del texto
bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una experiencia
que necesite la luz de la Palabra.
Esta preocupación no responde a una actitud
oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral. En
el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el
mensaje de Dios» y esto es mucho
más que encontrar algo interesante para decir.
Lo que se procura descubrir es «lo que el
Señor desea decir en una determinada circunstancia». Entonces, la
preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se
intenta reconocer —a la luz del Espíritu— «una llamada que Dios hace oír en una
situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al
creyente».
En esta búsqueda es posible acudir
simplemente a alguna experiencia humana frecuente, como la alegría de un
reencuentro, las desilusiones, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor
ajeno, la inseguridad ante el futuro, la preocupación por un ser querido, etc.;
pero hace falta ampliar la sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver
realmente con la vida de ellos. Recordemos que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace;
tampoco conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para
eso ya están los programas televisivos. En todo caso, es posible partir de
algún hecho para que la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la
conversión, a la adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio,
etc., porque a veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la
realidad en la predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
Algunos creen que pueden ser buenos
predicadores por saber lo que tienen que decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar
una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran,
pero quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el
mensaje. Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer
olvidar la importancia de los métodos y medios de la evangelización»[124].
La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente
espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras
capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es
un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los
demás algo de escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la
recomendación de preparar la predicación en orden a asegurar una extensión
adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).
Sólo para ejemplificar, recordemos algunos
recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla más
atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en
la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos
para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos
suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar
y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el
mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia
vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere
transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del
Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener
«una idea, un sentimiento, una imagen».
Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan
mucho de esta predicación y sacan fruto de ella con tal que sea sencilla,
clara, directa, acomodada». La sencillez tiene que ver con el lenguaje
utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no correr
el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los predicadores usan
palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que
no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan. Hay palabras
propias de la teología o de la catequesis, cuyo sentido no es comprensible para
la mayoría de los cristianos. El mayor riesgo para un predicador es
acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo
comprenden espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás
para poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita
compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La sencillez y
la claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero
la prédica puede ser poco clara. Se puede volver incomprensible por el
desorden, por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo tiempo.
Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que la predicación tenga unidad
temática, un orden claro y una conexión entre las frases, de manera que las
personas puedan seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de lo que
les dice.
Otra característica es el lenguaje
positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer sino que propone lo que podemos
hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar
también un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el
lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una predicación positiva
siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja encerrados en la
negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente
para encontrar juntos los recursos que hacen más atractiva la predicación!
El diálogo entre ciencia y fe también es
parte de la acción evangelizadora que pacifica.[189] El cientismo y el positivismo se
rehúsan a «admitir como válidas las formas de conocimiento diversas de las
propias de las ciencias positivas»[190].
La Iglesia propone otro camino, que exige una síntesis entre un uso responsable
de las metodologías propias de las ciencias empíricas y otros saberes como la
filosofía, la teología, y la misma fe, que eleva al ser humano hasta el
misterio que trasciende la naturaleza y la inteligencia humana. La fe no le
tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía en ella, porque «la luz
de la razón y la de la fe provienen ambas de Dios»[191],
y no pueden contradecirse entre sí. La evangelización está atenta a los avances
científicos para iluminarlos con la luz de la fe y de la ley natural, en orden
a procurar que respeten siempre la centralidad y el valor supremo de la persona
humana en todas las fases de su existencia. Toda la sociedad puede verse
enriquecida gracias a este diálogo que abre nuevos horizontes al pensamiento y
amplía las posibilidades de la razón. También éste es un camino de armonía y de
pacificación.
La Iglesia no pretende detener el admirable
progreso de las ciencias. Al contrario, se alegra e incluso disfruta
reconociendo el enorme potencial que Dios ha dado a la mente humana. Cuando el
desarrollo de las ciencias, manteniéndose con rigor académico en el campo de su
objeto específico, vuelve evidente una determinada conclusión que la razón no
puede negar, la fe no la contradice. Los creyentes tampoco pueden pretender que
una opinión científica que les agrada, y que ni siquiera ha sido
suficientemente comprobada, adquiera el peso de un dogma de fe. Pero, en
ocasiones, algunos científicos van más allá del objeto formal de su disciplina
y se extralimitan con afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la
propia ciencia. En ese caso, no es la razón lo que se propone, sino una
determinada ideología que cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico y
fructífero.
Los creyentes nos
sentimos cerca también de quienes, no reconociéndose parte de alguna tradición
religiosa, buscan sinceramente la verdad, la bondad y la belleza, que para
nosotros tienen su máxima expresión y su fuente en Dios. Los percibimos como
preciosos aliados en el empeño por la defensa de la dignidad humana, en la construcción
de una convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia de lo creado. Un
espacio peculiar es el de los llamados nuevos Areópagos,
como el «Atrio de los Gentiles», donde «creyentes y no creyentes pueden
dialogar sobre los temas fundamentales de la ética, del arte y de la ciencia, y
sobre la búsqueda de la trascendencia»[204].
Éste también es un camino de paz para nuestro mundo herido.
Cuando se dice que
algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos móviles interiores que impulsan,
motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria. Una
evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas vividas
como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo
que contradice las propias inclinaciones y deseos. ¡Cómo quisiera encontrar las
palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa,
audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna
motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu.
En definitiva, una evangelización con espíritu es una evangelización con
Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora. Antes de
proponeros algunas motivaciones y sugerencias espirituales, invoco una vez más
al Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la
Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos.